Cada noche, desde hacía algo más de dos años, el mismo procedimiento. La misma mezcla de dolor y tristeza. Las mismas punzadas en el estómago a la hora de irse a dormir. Costaba trabajo, para una niña de ocho años, hacerse a la idea de que sus padres estaban muertos.
Cada noche, a la hora de irse a la cama, no bastaba con contar ovejas. Para Eva, eso no era suficiente. Algunas noches, afloraba el recuerdo de sí misma con sus padres en un parque de atracciones en Austria. Se recordaba comiendo algodón de azúcar de colores. Recordaba a sus abuelos.
Esa era la parte buena de sus pesadillas.
Cuando tocaban noches de sufrimiento, noches de infinito dolor, Eva soñaba con ideas, conceptos, demasiado difíciles para una niña de ocho años y demasiado confusos para acordarse nítidamente de ellos. Recordaba cómo unos señores armados entraron en su casa aquella tarde. Eva se acordaba de sí misma escondida en el mueble de debajo del fregadero de su casa, en Viena, viendo cómo aquellos señores mataban a sus abuelos. Tenéis lo que os merecéis, judíos de mierda. Es la frase que se repite como un bucle en su cabeza noche tras noche.
Recuerda a sus padres marchando en tren.
Recuerda las palabras campo de concentración.
Resuena cada noche en su cabeza la a la vez desconocida y terrorífica palabra Matthausen.
Eva tiene ocho años, pero parece que haya vivido veinte. El hecho de ser judía sin saberlo y tener que descubrirlo mediante palizas e insultos hace que se le sumen años. El hecho de quedarse huérfana a los seis años hace que tenga que aprender a sobrevivir demasiado deprisa.
Por todo esto, a Eva se le hace difícil conciliar el sueño. Por eso Eva le tiene miedo a la oscuridad. Pánico a los recuerdos.
Su pelo, antes rubio, de un color similar al que creaba el resplandor del sol sobre las nubes del mediodía en el cielo vienés, ha visto como perdía todo su brillo y su limpieza. Ahora puede decirse que Eva es rubia, sin más. Una pequeña judía rubia de ocho años. Sus ojos conservan el azul intenso de los lagos que solía visitar con su abuelo al atardecer para dar de comer a los patos.
Eva mezcla dolor y recuerdos. Amor y odio. Refleja todo su pasado en su cuerpo de niña madurado a base de frustraciones y contrariedades.
La blanca y fina piel de la pequeña Eva refleja la cruel ironía que la ha perseguido estos años. Una piel que refleja el ideal por el que unos desconocidos mataron a sus abuelos y a sus padres es, quizá, la razón por la que ella salvó su vida.
Esta noche es como las demás. En la gran habitación de un orfanato alemán del que aún no ha conseguido aprenderse el nombre, Eva trata de conciliar el sueño acompañada de casi un centenar de niñas que no conoce de nada. Acompañada de casi un centenar de historias que Eva conoce perfectamente. Historias que la pequeña niña judía siente suyas.
Ella duerme en la cama de arriba de la litera número 35. Justo a su derecha, la luz de la luna entra por una ventana, cuyo cristal no para de moverse con el viento. Como todas las noches que lleva intentando dormir allí. La luz de la luna le recuerda a aquel foco que alumbraba su cara, y le recuerda a aquél hombre de acento extraño que le hacía repetir su edad, nombre y apellido. A aquel hombre que, sin saber muy bien por qué, le hacía fotos sin su vestido. El traqueteo del cristal le recuerda a los disparos que escuchaba fuera de la habitación donde le estaba siendo arrebatada su intimidad. Y así, entre recuerdos y pesadillas, Eva vuelve a ver cara a cara a su pasado. Esta noche, no caben los recuerdos de algodón de azúcar ni caramelos de colores. Hoy toca volver a esquivar a la muerte para poder conciliar el sueño. El contar ovejas sigue sin dar resultado.
Esta noche, sin embargo, no es una noche normal para Eva. Muy de madrugada, ya sin el resplandor de la luna reflejado sobre el suelo de la habitación, alguien enciende las luces. Las apaga y las vuelve a encender. Una de las encargadas del orfanato, empieza a decir una serie de nombres de una lista que sostiene en sus manos. La lista se apoya sobre una carpeta roja con una esvástica blanca dibujada en el centro.
Beker, Alicia.
Melamed, Sandra.
Shein, Eva.
Wein, Martha.
Eva Shein, había dicho su nombre. La pequeña judía rubia bajó de su litera vestida simplemente con su pequeño camisón blanco. Caminó descalza sintiendo el frío suelo bajo sus pies, sintiendo las frías miradas de las demás desconocidas hiriéndole en la nuca. No tenía ni idea de lo que pasaba, pero sabía que algo malo iba a ocurrirle. A ella y a las otras tres niñas.
Cuando salieron del pabellón donde dormían, cuatro soldados las esperaban. Eva miró curiosa a uno de ellos, que se limitó a desviar su mirada. Ella lo conocía perfectamente. Era uno de los dos señores armados que habían matado a sus abuelos. Él no tenía ni idea de quién era ella, pero Eva tenía su cara grabada a fuego.
Tenéis lo que os merecéis, judíos de mierda.
Los cuatro soldados se situaron detrás de las cuatro niñas y les indicaron el camino, mientras que al frente del grupo iba la encargada. Una señora rubia muy gorda y con la cara rosada. Observándola, Eva se la imaginaba de dependienta en una tienda de caramelos. Pero la realidad difería mucho de sus pensamientos en esta ocasión. El grupo llegó al fondo del patio del orfanato, un simple muro gris de unos cinco metros de alto por diez de ancho. Los cuatro soldados explicaron a la encargada el procedimiento de algo que a Eva se le escapaba. Hacía mucho tiempo que había dejado de ser feliz, por lo que esta situación, de algún modo, le era totalmente ajena. No le importaba nada que la dejaran sin dormir, no le importaba el frío o el viento. No le importaba tener frente a frente a un asesino. Al asesino de sus abuelos.
Los soldados alinearon bruscamente a las cuatro niñas de pie delante del muro. A la izquierda, la pequeña Martha. A su lado, Eva. A la derecha de Eva se encontraba Sandra, y a la derecha de Sandra, Alicia, que no paraba de bostezar.
Cuatro historias convertidas en la misma historia.
La mujer gorda, que a pesar del frío mostraba reflejos de sudor en su frente, le puso un pañuelo negro en los ojos a Alicia. Luego continuó poniendo un pañuelo en los ojos a cada una de las niñas.
Justo antes de que le pusieran el pañuelo a Eva, vio como el señor que mató a sus abuelos le guiñaba un ojo. No le pareció divertido el gesto. Y, aún pensando en ello, habiendo olvidado por unos instantes a su difunta familia, habiendo olvidado incluso los caramelos y el algodón de azúcar, Eva escuchó un chasquido y, seguidamente, notó como una lágrima mojaba el pañuelo negro que cubría sus ojos.
Fue la última lágrima que derramó Eva.
Consiguió no hacer ruido, se había prometido a sí misma no mostrar síntoma alguno de debilidad, ser fuerte, y lo había conseguido. En los últimos segundos y para la eternidad de su no-vida, reinó el silencio.
Wao
mierda, cuantas historias como esta han de ser ciertas. Eso es lo más triste.
Excelente relato, los felicito por el blog, muy bueno.
Saludo grande,
fer